Guido Calderón
El turismo masivo ha convertido destinos únicos en escenarios de sobreexplotación que distorsionan la esencia de estos lugares y degradan la vida de los residentes. En Barcelona, la presencia masiva de turistas ha llevado a la población local a manifestarse contra lo que consideran una invasión; mientras que Venecia, ya al borde de la ruina por el arribo constante de cruceros, observa cómo sus canales y ecosistema se deterioran.
En Bali, el aumento de precios de productos básicos debido a la demanda turística afecta la vida de las comunidades locales; Islandia se enfrenta a visitantes que ignoran las normas de protección natural, y Machu Picchu intenta frenar el daño de sus ruinas.
Las medidas antiturismo incluyen limitar las viviendas turísticas en Barcelona o Nueva York, cobrar tasas de entrada a Venecia, restringir el número diario de visitantes en Santorini, prohibir tours guiados en zonas sensibles de Tokio, desviar turistas a áreas menos saturadas en Amsterdam o promover el turismo en temporadas bajas en Roma. Pero estas acciones no reducen el impacto ambiental, ni cultural, ni protegen la calidad de vida de los residentes.
Esta sobrecarga de turistas no encuentra una respuesta que no sean manifestaciones o agresiones a los turistas, y la idea de una “colaboración internacional” para un turismo sostenible suena hipócrita, porque en la práctica cada país compite por atraer más visitantes que el otro.
Además, las grandes cadenas hoteleras, plataformas como Airbnb, aerolíneas, tour operadores internacionales y gigantes de la intermediación digital no muestran intención alguna de reducir la sobreexplotación de destinos saturados como París y al contrario, capitales de riesgo compran edificios familiares para ponerlos en Airbnb, como sucede en Portugal.
Con una estructura basada en maximizar beneficios y minimizar costos, la posibilidad de que los gigantes del turismo sacrifiquen ganancias para promover un turismo respetuoso y sostenible es un engaño que sirve para grandilocuentes declaraciones de la burocracia internacional, que se reúne en costosos hoteles de destinos saturados con fondos públicos.
El turismo masivo seguirá dejando sin viviendas a las familias, transformando negativamente las comunidades locales, contaminando, inflando precios y convirtiendo paraísos en infiernos de masas de visitantes, que poco les importa el destino y la vida de los residentes.
El antiturismo quizá no sea tan espantoso como lo pintan, tal vez es la única solución.
Este contenido ha sido publicado originalmente por EL COMERCIO.